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dissabte, 12 de febrer del 2011

La Legítima

El viudo o viuda catalán puede hoy disponer de los bienes heredados sin contar con sus hijos

En los testamentos de la mayoría de los matrimonios (es decir, exceptuados los de los ricos de verdad), ambos cónyuges se instituyen herederos el uno del otro, dejando salvada, como es preceptivo, la legítima de los hijos. Muchas veces, cuando en el momento de la firma les explico a los otorgantes el contenido y alcance de la legítima (aquella parte de la herencia , que en Catalunya es una cuarta parte, que la ley obliga a reservar para los legitimarios (normalmente los hijos), alguno de ellos me interpela en estos términos: "Entonces, si no se lo puedo dejar todo a mi mujer (o a mi marido), ¿para qué hago testamento?". La respuesta es sencilla, ya que, si los cónyuges fallecen sin testamento, los hijos lo heredan todo y al viudo o viuda sólo le queda (en Catalunya) el usufructo universal, lo que significa que el sobreviviente no puede vender nada, aunque lo necesite, sin contar con los hijos. Ahora bien, la reacción sorprendida de estos testadores muestra que la legítima es hoy una institución vista con extrañeza y rechazo por muchos ciudadanos. Las razones de este rechazo son profundas. Veámoslas:

1. La pérdida de la autosuficiencia económica de la familia. La familia ha perdido su condición de unidad de producción (ya no gira en torno a la casa como empresa familiar agraria). La producción ha salido del marco familiar, organizándose en empresas. Los miembros de la familia ya no trabajan en casa y para la casa, sino fuera de ella (en la empresa) para cobrar un salario. En su aspecto económico, la familia ha quedado reducida a una comunidad de consumo.

2. El predominio absoluto de la familia nuclear. La familia se compone hoy sólo del padre, la madre y los hijos menores, ya que los mayores la abandonan en cuanto gozan de autonomía económica, por lo que, al final, la familia suele ser sólo la pareja. La familia cuida de preparar a los hijos para la vida, pero ya no es su lugar permanente de trabajo. Y, por otra parte, la familia ha dejado de ser en buena medida la célula de prestación de los servicios asistenciales básicos a enfermos, ancianos, etc

3. La pequeña cuantía de la mayor parte de los patrimonios familiares. En un alto porcentaje, los patrimonios familiares actuales son de subsistencia y están compuestos por el domicilio familiar, quizá una segunda vivienda, y unos parcos ahorros para hacer frente a alguna emergencia, ya que la previsión para la jubilación discurre por derroteros ajenos a la acción privada, en forma de pensiones.

Al integrar estos aspectos de la actual realidad familiar (familia en la que al final sólo queda la pareja y levedad del patrimonio familiar), la conclusión es obvia: ¿qué sentido tiene que, al morir uno de los cónyuges, el otro (que se queda solo) tenga la obligación de pagar la legítima a sus hijos? Unos hijos que (como ya he apuntado en otra ocasión) han recibido por lo general en vida de sus padres, durante su infancia y juventud, mucho más de aquello a lo que tendrían derecho. La respuesta parece evidente: hay que replantearse el mantenimiento de la legítima. La prueba más evidente es la frecuencia con la que los hijos renuncian a su legítima o la dan por satisfecha en vida de sus padres. En esta línea, el primero que abogó por suprimirla en Catalunya ("al menos en caso de institución hereditaria del cónyuge") fue Puig Salellas, en su discurso de ingreso en la Academia de Jurisprudencia (1981), si bien Raimon Noguera se opuso a ello (al contestarle) por su radicalidad, pese a reconocer el divorcio existente entre realidad social y derecho. Pero, por aquel entonces, al comentar este tema con el profesor Víctor Reina, este me hizo una observación (fruto sin duda de su experiencia como abogado matrimonialista) que no he olvidado: "Esto de suprimir de cuajo la legítima hay que matizarlo mucho, porque, en caso de segundas nupcias, puede cumplir una función más que necesaria". Se refería al supuesto del divorciado reincidente que, presionado por su segunda pareja, se olvida (al hacer testamento) de los hijos de su primer matrimonio; si existe la legítima, algo al menos habrá de dejarles. Desde entonces sostengo que las modificaciones en el campo del derecho civil han de hacerse con extrema prudencia, no sea que para resolver un problema se cree otro mayor.

De esta prudencia ha hecho gala el legislador catalán en las sucesivas reformas de la legítima. La ha dejado viva en su cuantía, pero ha limitado fuertemente su exigibilidad e instrumentos de protección, de modo que el viudo o viuda puede hoy disponer de los bienes heredados sin contar con sus hijos, que sólo poseen contra él un derecho de crédito. Así, la legítima catalana, que sirvió históricamente para reforzar la posición del hereu (al ser corta y poderse pagar en dinero), sirve hoy para reforzar la posición del cónyuge viudo. Lo que confirma que los ordenamientos más recepticios al cambio son los que más campo dejan a la libertad.

Juan-José López Burniol