Ludwig Wittgenstein escribe en su Diario filosófico:"¿Qué sé sobre Dios y la finalidad de la vida? Sé que este mundo existe. Que estoy situado en él como mi ojo en el campo visual. Que hay algo en él problemático que llamamos su sentido. Que este sentido no radica en él, sino fuera de él. Que la vida es el mundo. Que mi voluntad penetra el mundo. Que mi voluntad es buena o mala. (...) Pensar en el sentido de la vida es orar". Una cosa es indagar cómo es el mundo físico, cuál es su génesis y otra cosa es interrogarse por el sentido del mismo. Los grandes filósofos y físicos del siglo XX han puesto de manifiesto los límites del pensar científico para resolver tamaña cuestión. La ciencia es un juego de lenguaje que tiene sus límites y cuando el científico los trasciende, ya no expresa ideas científicas, sino sus creencias. El filósofo y matemático Edmund Husserl escribe: "En la miseria de nuestras vidas, la ciencia no tiene absolutamente nada que decirnos, pues excluye por principio los problemas que son más acuciantes para el hombre: saber si tiene o no tiene sentido la vida de uno tomada como un todo".
Cuando el físico, admirado por la cúpula celestial, se pregunta qué sentido tiene su existencia, qué es lo que la va a hacer valiosa, si existe o no un Ser supremo, se desplaza del lenguaje de la física y expresa una necesidad de orden espiritual. La pregunta por Dios trasciende los límites de la ciencia y esta, en cuanto tal, no puede demostrar su existencia, pero tampoco su inexistencia. Se abre, así, el camino a la creencia, al agnosticismo o al ateísmo. Resulta temerario que un teólogo arguya la existencia de Dios a partir de la física contemporánea, pero también que un físico pretenda demostrar su inexistencia con sus ecuaciones.
El padre de la teoría de la relatividad, Albert Einstein, tenía, a diferencia de Stephen Hawking, un acusado sentido del misterio. "La experiencia más bella que podemos tener -decía- es la de lo misterioso. Se trata de un sentimiento fundamental que es, como si dijéramos, la cuna del arte y de la ciencia verdadera. Quien no lo conoce y ya no puede maravillarse ni admirarse de nada, ya está muerto, podríamos decir, y su ojo está debilitado. Fue la experiencia de lo que es plenamente misterioso -aunque estuviera mezclado con el miedo-lo que hizo nacer la religión. Pero saber que existe algo impenetrable, algo que se manifiesta en la razón más profunda y la belleza más resplandeciente hasta tal extremo que nuestra razón sólo puede acceder toscamente, este saber y este sentimiento constituyen la verdadera religiosidad. En este sentido, y en ninguno más, soy un hombre profundamente religioso...
F. TORRALBA, director de la càtedra Ethos de La universitat Ramon Llul
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